Cinco Goblins
Laura Gallego García |
CINCO GOBLINS
Tenían
las armas listas, se habían ocultado entre los cardos y los matojos porque
sabían de buena tinta que por allí tenía que pasar una comitiva con carro de
oro incluido. Y, por supuesto, esperaban para asaltarla.
-
¿Cuándo llega? – preguntó uno al jefecillo.
-
¡Y yo qué sé! Pregúntaselo a alguien.
El
goblin estaba harto de esperar, así que decidió seguir el consejo del jefe.
Oyó
ruido de cascos acercándose, y saltó al centro del camino, dispuesto a
preguntarle al caminante si tardaría mucho en llegar la comitiva con el tesoro.
Era
un jinete que llevaba una prisa endiablada, y su caballo corría como el viento.
El goblin preguntón alzó una mano.
-
¡Disculpa, viajero! – dijo. Quisiera saber…
¡Chaf!
Cuatro
goblins aguardaban al borde del camino.
El
jefecillo se estaba mosqueando ya. La comitiva se retrasaba. Para no aburrirse
pasó revista a su tropa. Uno se hurgaba las narices y se entretenía haciendo
bolitas con el material que extraía de ellas; otro se había quitado un zapato
mugriento y se rascaba un apestoso pie; y el tercero se había tumbado a dormir
sobre la hierba. Sus ronquidos habrían alertado a todos los sordos en diez
kilómetros a la redonda.
-
¡A ver, tropa! – gritó el jefecillo. ¡Firmes!
El
que se rascaba los pies se levantó de improviso, y empujó sin querer al de las
narices sin sustancia, que gritó, muy mosqueado:
-
¡Oye, tú!
Y
empujó al de los pies, que cayó, sin ceremonias, sobre una enorme boñiga de
vaca.
-
¿Pero qué tripa se te ha roto?
Los
dos comenzaron a pelearse, mientras el jefecillo trataba de poner paz y el
cuarto goblin seguía durmiendo.
-
¡A ver, vosotros, ya está bien!
Uno
de los dos se detuvo al oír la voz de su jefe. El otro, con muy mala sombra,
aprovechó esta distracción para abrirle la cocorota con su pequeña pero
contundente maza.
Tres
goblins aguardaban al borde del camino.
El jefecillo estaba desesperado.
La comitiva no llegaba, y sus tripas empezaban a rugir de mala manera. Señaló a
uno de los suyos (porque el otro seguía durmiendo):
-
¡A ver, tú!
-
¿Ein?
-
Sí, tú. Trae algo de comer.
El
goblin miró al jefecillo con desconfianza. Si se iba y llegaba la comitiva en
aquel momento, se quedaría sin botín. Hizo un ensayo de rebelión.
-
¿Y si no quiero?
El
jefecillo le dio una patada en el trasero y lo mandó a freír espárragos. El
goblin, frotándose las posaderas magulladas, se internó en el bosque
refunfuñando. Todavía olía a boñiga de vaca, y llegó a la interesante
conclusión de que, donde había boñiga de vaca, también tenía que haber vacas.
Así que se puso a buscarlas. Llegó a un prado y vio a lo lejos que algo se
movía. Era grande y gordo, y tenía rabo y cuernos. Definitivamente, se parecía
a una vaca.
Como
el goblin no sabía cuánta hambre tenía su jefe, decidió llevarle la vaca
entera, con cuernos y todo. Así que escogió una rama bastante gruesa, se acercó
por detrás y… ¡pum!, le pegó en el trasero sin compasión, para hacerla andar.
La
vaca volvió la cabeza hacia él, muy lentamente, y lo miró con odio.
El
goblin se dio cuenta entonces de que no era una vaca corriente: no tenía ubres.
-
Oh-oh… dijo el goblin.
Dos
goblins aguardaban al borde del camino.
El
jefecillo, además de estar muy aburrido, ya no podía acallar el terrible rugido
de sus tripas. Decidió volver a pasar revista a la tropa para matar el
aburrimiento (que no el hambre) y descubrió que todo su grupo se había visto
drásticamente reducido a un individuo que roncaba al pie de un alcornoque.
Lo
despertó de un puntapié.
-
¡Eh, tú!
-
¿Ein?
-
¿Y los demás?
El
goblin se levantó lentamente e intentó ponerse en situación. Miró a su
alrededor buscando a los demás goblins, y vio a uno que asomaba semioculto en
un matorral, con la cabeza abierta de un golpe. También vio los restos de otro
en medio del camino. Y al tercero no lo vio.
-
Esto… - empezó, pero las tripas del jefe rugieron de tal modo que le impidieron
seguir hablando.
-
¡Vete a buscar algo de comer! – aulló el jefe. Y, de paso, si encuentras al
otro, lo mandas para acá.
El
goblin se rascó la cabeza, confuso: era una orden compleja, es decir, parecían
dos órdenes, una detrás de otra. Y las dos tenían muchas palabras.
El jefe se dio cuenta de que
había topado con el más estúpido de la tropa; tenía que elegir entre una y
otra, porque, si no, era probable que el goblin no cumpliese ninguna. ¿Qué
hacer? ¿Comida o el goblin que faltaba?
Meditó.
Estaba allí para hacer un trabajo. La comitiva estaba a punto de llegar, y
tenía que asaltarla y conseguir el botín, así que debía actuar como lo haría un
buen jefe, es decir, de modo responsable.
-
Trae comida – le ordenó finalmente al otro goblin.
Y
es que con el estómago vacío uno no puede pensar en el plan.
El
goblin estúpido obedeció sin poner pegas y se adentró en el bosque en busca de
comida. Como fue en una dirección distinta a la que había tomado su compañero,
tuvo la suerte de no toparse con el toro de la pradera, pero vio algo mucho
peor: un arbusto cargado de bayas dulces hasta reventar. El goblin pensó que no
había nada de malo en comer un poco antes de volver con el jefe, y atacó el
arbusto sin contemplaciones. Comió y comió, y al final una indigestión lo dejó
tieso allí mismo.
Un
goblin aguardaba al borde del camino.
Estaba
bastante furioso porque se había quedado solo, pero su enfado desapareció como
por arte de magia cuando oyó que la comitiva ya se acercaba por el camino.
-
¡Todo el botín será mío! – se dijo, frotándose las manos.
En
cuanto se acercaron los primeros guardias, el goblin saltó en medio del camino
apuntándoles con la ballesta.
-
¡La bolsa o la vida! – gritó.
Los
guardias lo miraron y se encogieron de hombros. Enseguida, el jefecillo goblin
se encontró con un montón de flechas apuntándole.
Se
preguntó qué había salido mal: ¡su plan era perfecto!
Demasiado
tarde se dio cuenta de que el fallo radicaba en que él estaba solo, y su plan
era perfecto… para cinco goblins.
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